lunes, 21 de julio de 2008

Balún Canán, de Rosario Castellanos



Balún Canán
, discurre formalmente por dos escenarios. Por un lado es una novela de tintes indigenistas en donde las ideas feudales están en colisión directa con la nueva forma de gobierno que Lázaro Cárdenas ha comenzado a impulsar en el México de la primera mitad del siglo XX: la repartición de la tierra entre los indios. La familia Argüello está tomada como un ejemplo de los efectos que esta transformación política produce en los habitantes de Comitán, y por extensión, en los cacicazgos del país. Por otro lado, sobre todo en la primera y en la tercera parte de la obra, es una novela de formación narrada por la hija de César Argüello, de quien nunca sabremos el nombre.

Pero si bien desde la perspectiva indigenista que maneja Rosario Castellanos, básicamente se trata de la confrontación entre las viejas formas de pensar y las nuevas, la acción en realidad se desarrolla bajo los signos de la cosmovisión indígena. Por tanto, la tierra, los lagos, las montañas, no son únicamente naturaleza que puede reportar beneficios, sino que también son fuente de leyendas y mitologías. Pero Castellanos se cuida mucho de no caer en las tentaciones del maniqueísmo barato, tan socorrido cuando se trata de reivindicar cierta parte de la sociedad con ese bodrio que algunos llaman “literatura de compromiso”. Así, las disputas entre el propietario y el indio se efectúan bajo principios igualmente cuestionables: el rasgo mitológico que los indios dan a los acontecimientos y la idea aristotélica que tienen los propietarios (blancos) de que existen dos clases de seres humanos: los nacidos para mandar y los nacidos para obedecer. No obstante la descripción de ciertas leyendas y ritos mágicos en el mundo indígena, la autora trata siempre de dar a su narración los fríos tintes del realismo. Se enuncian las habilidades de los brujos, pero nunca tienen una causalidad concreta, de modo que al final es el lector quien decide qué tan definitivos resultan sus poderes.

La novela desemboca en un final bastante extraño: la niña cree estar traicionando a su familia mediante una identificación con “la otredad” indígena, encarnada en la figura de su nana, la única que verdaderamente cuidó de ella, algo que recuerda a Los ríos profundos, novela icónica de José María Arguedas. Ella está persuadida de que la muerte de su hermano se produjo por su causa al preferir la vindicación de sí misma, antes que subordinarse al poder que tradicionalmente se le achaca al varón, en este caso su hermano. La niña, que nunca había mostrado claramente sus inclinaciones por la hechicería, surge al final como un posible detonante de la decadencia de los Argüello. Y con ello queda la duda acerca de la veracidad de su inocencia infantil, porque su hermano menor, resulta ser el sacrificio perfecto para que ella logre consumar la plenitud de su identidad.