domingo, 11 de octubre de 2009

Memorias de mis tiempos, de Guillermo Prieto


¿Qué pasa en los pensamientos de un hombre cuando está irrevocablemente instalado en la vejez, cuando entre la gente que solía tratar, hay más personas muertas que vivas? Es muy probable que piense asimismo en la muerte, pero no de esa manera irreal que suele producir la juventud, cuando la muerte es un accidente que sólo pasa a los demás; sino con la serenidad que se adquiere a raíz de una convivencia permanente con ella a lo largo de la vida. Y es que cuando Guillermo Prieto escribía el primer capítulo de Memorias de mis tiempos, tenía ya sesenta y ocho años, edad propicia para echar una ojeada al camino andado y, ¿por qué no?, intentar reconstruirlo, vivirlo una vez más a través del cristal sepia de la evocación.

La prosa arranca con un colorido reverberante de imágenes: Guillermo Prieto regresa a su infancia en Molino del Rey, y regresa con la inocencia intacta, con el asombro virgen, igualmente listo para encariñarse con los títeres de la calle de Venero, que para recordar con escalofríos el aparatoso y sangriento episodio de la loba. Hay una invitación de complicidad hacia el lector para que éste también se sitúe en medio de las travesuras en la escuela de Calderón, para que se siente a la misma mesa con el autor y ponga a prueba su capacidad de digestión con la tremenda cantidad de viandas enlistadas; o también, para escuchar las singulares lecciones de teología impartidas por la tía Juanita.

Sin embargo, aquella existencia de “cielo azul”, poco tardaría en trocarse violentamente hasta el otro extremo: la muerte, la locura, la mendicidad. Guillermo Prieto oscurece su prosa, deja correr libremente la incertidumbre que lo invadió en aquellos años; necesita que el lector haga empatía con él. Pero el autor no se deja arrastrar por la tristeza, en pocas páginas despeja la narración de su aspecto lóbrego y regresa a su fluidez optimista: es así que relata sus primeros pasos al lado de la poesía en los senderos de la Alameda, de cómo derramaba versos por todas partes, al tiempo que percibía su inutilidad para casi cualquier otra labor. Y además cuenta, cómo gracias al estimulo dado por su amigo, el barbero Melesio, tiene un extraño encuentro con don Andrés Quintana Roo; encuentro que, por otra parte, habría de influir decisivamente en su vida.

Toda esta caterva de acontecimientos, se ve reflejada en el tono narrativo: poco a poco se va alejando de las imágenes hirvientes de la infancia para describir con sobriedad la convivencia con los literatos y demás personajes de la época: Manuel Payno, Casimiro Collado, José María Lacunza, José Zozaya, Juan Hierro, Vicente Gómez Parada, Manuel Tossiat Ferrer, Guillermo Valle, etc.

En Memorias de mis tiempos, además del placer que produce al autor el registro fiel de las costumbres de la época, es fácil distinguir también una habilidad especial para encontrar detalles plenos de humor sutil, incluso en los acontecimientos más disparatados o atroces: es así, que en medio de una epidemia de cólera morbo, recuerda una anécdota que le contara el maestro Cardoso acerca de un cochero que devoraba una chirimoya contaminada, y quien, después de las reconvenciones del maestro, termina cediendo la “fruta homicida” a su mujer, la cual todo el tiempo había estado sólo observándolo comer. O aquel otro suceso, en que un empresario de la plaza de toros de San Pablo organiza una batalla entre un toro mexicano y un tigre africano, y que Guillermo Prieto, al relatarlo, logra darle el tono de una alegoría paródica del insípido nacionalismo de aquellos tiempos.

Es innegable la influencia que generaría posteriormente la Academia de Letrán en la literatura mexicana, sin embargo, gracias al recuento que hace el escritor, podemos ubicarnos en el cuchitril desnudo de José María Lacunza, lugar donde se llevaron a cabo las primeras reuniones; o hacer un recorrido veloz por las vidas de los diversos autores que formaron los cimientos de la Academia; y es que Prieto, a estas alturas, es dominador absoluto de una técnica narrativa sincera consigo misma, sin las imitaciones evidentes de las modas europeas en las que solía incurrir la mayoría de los escritores (incluido él mismo) de la época, cuando todavía estaban absortos en la manera de encontrar una identidad propia para la literatura mexicana. ¿Se debe esto quizás, a que se trata de la relación casi cronológica de unas memorias, es decir, sin el elemento “ficticio” que caracteriza al cuento y a la novela? ¿Pero, no son acaso las memorias una manera de recrear una realidad que ya no es aprensible, y que por tanto, son susceptibles de caer en el engaño bondadoso de los recuerdos, o mejor dicho, en la ficción? Tal vez eso ya no importaba para Guillermo Prieto, pues es muy posible que al colocar el punto final del último capítulo de Memorias de mis tiempos, sospechara, quizá como una mera intuición, que había hecho literatura.