domingo, 19 de diciembre de 2010

El último lector, de David Toscana


¿Cual podría ser el peor castigo para un libro malo, sin importar el sexo del autor, su vigencia o su antigüedad? Para Lucio Mireles, protagonista de El último lector (2005), no es el fuego, como sería fácil de suponer, ya que las llamas, según sus propias palabras, le conferirían al libro un cierto mérito al volverlo luz y calor; en cambio, un abandono sistemático al moho, a la voracidad de ratas y cucarachas en la oscuridad de un cuarto húmedo, le parece el infierno perfecto para toda esa prosa hueca —llena de lugares comunes, personajes pretenciosos o vanos sentimentalismos— que va cayendo en sus manos.

Así, cada vez que Lucio manda uno de esos execrables libros al infierno, también ruega, como parte de un rito cotidiano: "No lo perdones, Señor, porque sí sabía lo que hacía". Bibliotecario (y juez literario incorruptible) en Icamole, un villorrio perdido en las áridas extensiones del desierto mexicano y que vive sólo para desear la lluvia, Lucio cuenta, gracias a la inconmensurable cantidad de libros que ha leído, con la quijotesca habilidad de transformar cualquier asunto de la realidad en una cuestión novelística, y sabe por tanto todo lo que puede pasar en todas las situaciones imaginables. Y aun cuando Remigio, primer y único vástago suyo, se encuentra con el hermoso cadáver de una niña en el pozo de su propiedad (pozo que por otra parte aún es capaz de proveerle de agua, a pesar de que ya casi se cumple un año desde la última lluvia) y lo relata más tarde, convulso de miedo, a Lucio, éste no mostrará la menor sorpresa, pues conoce perfectamente la cadena de acontecimientos que a continuación sobrevendrán: todo ya está escrito con todas las variantes posibles en el oráculo de su biblioteca...

El último lector, quinta novela de David Toscana (Monterrey, 1961), está pasada a través de un riguroso tamiz lingüístico y metaficcional. Propone no sólo una trama estrafalaria y meancólica, sino reflexiones que van desde la misma lectura, como un acto metafísico, hasta la injusticia inherente al género humano por los siglos de los siglos, la soledad en su sentido más profundo e implacable, y los rostros del amor, a partir de un sobrevuelo por diversos ejemplos en la literatura, con lo que el protagonista sabrá que está condenado a que se le escape inexorablemente, sobre todo cuando se percata de que él mismo podría ser el personaje de una historia contada por otro.