jueves, 24 de febrero de 2011

El rey viejo, de Fernando Benítez


El penoso éxodo que emprendiera Venustiano Carranza a inicios de mayo de 1920, después de la proclamación del Plan de Agua Prieta, en el que Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles desconocían su gobierno y desataban una nueva guerra civil en México, es retratado con un hondo toque de lirismo por parte de Fernando Benítez en su novela El rey viejo (1959), en la que describe las peripecias del presidente constitucionalista a través de Enrique, un personaje ficticio que sin embargo guarda una cierta relación con los testimonios de Manuel Aguirre Berlanga, en ese entonces Secretario de Gobernación.

Enrique es un intelectual miembro del gabinete de Carranza. Aunque nunca se precisa su cargo público, se infiere que es una especie de consejero debido a la confianza y cercanía que parece haber entre ambos. Por eso mismo Enrique se siente capaz de sugerirle que ceda a las ambiciones de poder de los militares sonorenses y no apoye a un civil como Ignacio Bonillas para el gobierno del país. Sin embargo el Viejo no es ningún cobarde, antes bien es un tipo obstinado, con una fe inquebrantable en lo que considera necesario para la nación y no aceptará presiones de ningún tipo para hacer lo que debe, según su perspectiva. De hecho este último es un rasgo muy marcado en el retrato que emprende Benítez: Carranza es un tipo que no se sorprende de nada, nada tampoco lo asusta o lo excita, sus gesticulaciones son siempre sobrias, hieráticas, reposadas, y su “majestad” permanece intocable, incluso durante los momentos de mayor angustia, cuando todos pierden la cabeza y buscan arrebatadamente su propia salvación.

La ceremoniosa salida en el tren Dorado, con los veinte millones de monedas de oro que constituían el tesoro de la nación, y con básicamente todos los componentes aún fieles a Carranza, contrasta con el desmoronamiento que las traiciones militares van causando al paso de las horas en la columna gubernamental. Así, el boicot del personal ferroviario los hace perder tiempo precioso, en varias estaciones sufren emboscadas, una “máquina loca” provoca la muerte de al menos doscientas personas en la retaguardia del convoy, hasta que finalmente en la estación de Aljibes, Puebla, con las vías levantadas y los caminos cortados, deciden reducir la comitiva para acelerar el paso por la sierra de Puebla rumbo al ansiado puerto de Veracruz.

La marcha a lomo de caballo será sumamente difícil, en particular para quienes como Enrique no están acostumbrados a las privaciones militares. Y así las constantes lluvias, la comida escasa, el cansancio, el saberse acechados constantemente por el enemigo minará poco a poco su ánimo… excepto en el presidente Carranza, quien nunca da muestras de fatiga, desánimo o agobio. Entonces se verán “ayudados” por el general Rodolfo Herrero, supuesto aliado del general Mariel y por ende fiel al gobierno del Viejo. Y cuando Mariel se separa del presidente para sondear las alianzas en el camino que falta, Herrero los llevará entre la lluvia, a través de las montañas, hasta el mísero poblado de Tlaxcalantongo, situado entre la montaña y un precipicio, en donde deberán pernoctar para continuar su paso hacia Veracruz. Exhausto, Enrique se adormila y es acosado por funestas pesadillas. Carranza sabe que esa noche es decisiva para el futuro de su gobierno y por ello no pega el ojo hasta la madrugada, cuando recibe un mensaje de Mariel en el que le asegura que aún cuenta con aliados para el resto del camino rumbo a Veracruz. Así, todos se duermen ya tranquilos, aunque al poco rato los despiertan gritos soeces, disparos de fusiles y un sinnúmero de blasfemias, hasta que finalmente Carranza muere.

Enrique hace suya la versión del asesinato perpetrado por Herrero y varios soldados de filiación obregonista, y cuando se sugiere la versión de un posible suicidio de Carranza al verse imposibilitado de defenderse por un tiro en la pierna, la desecha con escándalo y repugnancia. El Viejo, según él, nunca se habría suicidado, ya que tenía una fe inquebrantable en el futuro.

Por otra parte, hace énfasis especial en la cobardía, no del Viejo, sino de él mismo. Cuando los acompañantes del presidente son rodeados por los hombres de Herrero, hay un momento en el que pueden morir heroicamente por él, por sus ideales; sin embargo, todos deciden vivir (o más bien sobrevivir) con la pesada carga de ignominia que significa haber firmado un papel en el que se declara el suicidio del Viejo, so amenaza de ser fusilados al amanecer. Y esa carga de cobardía lo alejará de su mujer, que sospecha la causa de que regrese con vida y por ello se pone a despreciarlo, aunque Enrique aún tendrá una mísera reivindicación cuando logra abofetear a Herrero en público y poner en claro, tardíamente, su postura con respecto al traidor. Sin embargo sabe que con este acto, instigado por un ataque de histeria, no logrará limpiar su conciencia ni su cobardía, lo cual seguramente será un lastre que arrastrará hasta la muerte.